Muchas veces toqué el tema de roles de género con mis alumnos adolescentes, no porque yo tuviera un interés especial en el asunto, sino porque me parecía que era una cuestión accesible para chicos que cursaban los últimos años del colegio. El debate no podía ser tan agitado, las batallas de la igualdad de género ya estaban casi todas ganadas. Sí, ya sé; qué idiota fui. Por fortuna, mis alumnos me dieron una lección de realidad y caí en la cuenta de que mi burbujita de mujeres líderes y profesionales era eso: una burbuja.
Si bien la vida ya venía explotándome las pompas de jabón, fue recién con la respuesta de unos alumnos que entendí que el problema de inequidad era serio. No recuerdo bien qué habíamos leído en clase, pero el tema había surgido y todos estaban de acuerdo en que las mujeres tenían que trabajar. Fácil, no había discusión en ese punto. Pero cuando les pregunté, específicamente a los varones, si no les molestaría que sus esposas ganaran mejor que ellos, la reacción fue unánime: “No, eso no”.
Años más tarde, ya un poco más consciente de lo que sucedía a mi alrededor, les presenté el debate a varios grupos de alumnos, también adolescentes. Las posiciones respecto al tema no variaban: “las mujeres sí pueden trabajar, pero…” Y este pero, a veces sólo leíble entre líneas, siempre venía disfrazado de consideración o respeto hacia las diferencias. “La mujer tiene que trabajar para ayudar al hombre” (pero no puede ser el sustento económico con mayor peso en la familia). “La mujer tiene que trabajar, pero sólo medio tiempo, para poder ocuparse también de que la casa esté linda, porque la mujer tiene un don innato para la decoración”. Estupideces como esas, miles. Lo más triste de la actividad era que ese tipo de comentarios venían tanto de varones como de mujeres, que no parecían darse cuenta de que sus ideas perpetuaban estereotipos de género. Con dolor descubrí que mis alumnos estaban muy lejos de entender que los estereotipos no tienen que ser negativos para ser dañinos (Lippi-Green).
Si una generación menor que la mía sigue pensando que las mujeres sólo pueden hacer cierto tipo de trabajo, por cierto tiempo y por cierta remuneración económica, ¿qué es lo que nos espera? Lamentablemente, la pregunta trasciende las fronteras. Hace poco vi la publicidad de una campaña en Estados Unidos llamada Ban bossy (Elimina el “mandona”), que alienta a la gente a eliminar la palabra “mandona” del vocabulario. ¿Por qué? Porque cuando intentan liderar algún tipo de actividad en su comunidad, a las niñas se las trata de “mandonas” mientras que a los niños se los califica de líderes. Una sola palabra hace el daño, el mensaje es más que claro.
Hoy, otra vez, recibí un baldazo de agua realista. En el colegio, a Guille le pidieron que inventara un cuento sobre elefantes. En su precario pero admirable inglés, escribió una historia en la que un bebé elefante le pregunta a su mamá por qué su papá no estaba en la casa, a lo que la mamá le contesta que porque tiene que trabajar. Mientras el bebé elefante juega con su hermano, la mamá elefante prepara la comida. Luego, llega el papá, quien dice “vamos a almorzar” y todos almuerzan felices. ¿De dónde sacó esa idea de familia? De todas las familia que conoce, pocas siguen el esquema que describe en su cuento. La única explicación es que los estereotipos siguen y seguirán presentes. Entonces, no me queda más que convertirme en la herrera que labre un cuchillo de hierro para Guille, con el que construya una sociedad más justa. Pero, primero, voy a preparar el almuerzo.
Cuando empecé a escribir el texto, el programa me subrayó en rojo la palabra herrera. La busqué en el diccionario:
f. coloq. Mujer del herrero.
1. m. Hombre que tiene por oficio labrar el hierro.